domingo, 29 de enero de 2017

La ecocracia no es una democracia.

Permitidme que, sin más tapujos ni presentaciones, dedique la primera entrada de mi nuevo blog sobre filosofía del colapso a un artículo publicado por Bernhard Pötter en el diario alemán Der Freitag (https://www.freitag.de/autoren/der-freitag/ein-schmaler-grat). En él, se plantea por primera vez una disyuntiva trascendental hasta ahora inédita. Se trata de escoger, en aras de la perduración de nuestra civilización tecnológica de un modo sostenible en el tiempo, el sistema político que, bien democráticamente, bien por la fuerza autoritaria, lo haga posible. En este marco de referencia surge el nuevo concepto de ecocracia. Al parecer, y por lo poco escrito hasta la fecha, la ecocracia sería algo así como una evolución perfeccionada de la democracia, una sucesora natural con marcado carácter ecologista del que aquélla carecería en sus albores. Los defensores de la ecocracia así entendida piensan que es totalmente compatible el impulso de futuras y fuertes medidas medioambientales con las sociedades democráticas capitalistas, con todo lo que ello conlleva de afrentas al modo en que éstas operan y a su orden jurídico. En este sentido, y como apunta el artículo, se piensa incluso que desde Europa pudieran sentarse las bases de un nuevo tratado al estilo “Maastrich” con nuevos criterios de estabilidad ecológica a través de un “Banco Europeo para el Futuro” (BEF) en el que sus miembros debieran ceder cierta parte de su soberanía dejando al BEF actuar en caso de incumpliento de lo acordado o dejación de funciones respecto al medio ambiente.

Lamentablemente, todo esto queda en poco más que agua de borrajas. Un discurso más cargado de buenas intenciones pero que en la práctica nada o poco resuelve. La verdad es que las democracias capitalistas occidentales ni son ni serán compatibles con la sostenibilidad medioambiental en nuestro planeta tal y como están planteadas. La razón por la que no admiten reforma alguna sin perder el núcleo vital de su esencia es bien sencilla: por mucha protección medioambiental que supuestamente se intentara prescribir desde las altas esferas, la realidad es que en democracia los criterios prioritarios son los económicos (que no destacan por su afán naturalista precisamente) y la última palabra la tienen siempre las mayorías parlamentarias (y nada impide que éstas sean poco o nada receptivas a las medidas ecológicas, o incluso abiertamente negacionistas). Además, muchas de las políticas absolutamente necesarias para hacer que nuestra civilización fuera sostenible atentan claramente contra ciertos principios y valores básicos de las democracias occidentales. Un ejemplo muy claro está en la superpoblación. Y es que cualquiera que pretenda enfrentarse seriamente al problema de una civilización sostenible en su globalidad ha de atacar en primer lugar el problema de qué numero de personas puede vivir holgadamente en nuestro planeta sin renunciar a cierto nivel de bienestar. Doy por hecho que el número actual de humanos es a todas luces excesivo, incluso suponiendo una baja necesidad de recursos por persona. En este punto hay que tener muy en cuenta que en nuestras premisas no se puede renunciar a la tecnología y al bienestar, ya que en caso contrario nos retrotraeríamos a un estadio de barbarie indeseable, por muy perdurante o “sostenible” que pudiera ser este estado de las cosas. Por contra, y si se apuesta por la tecnología y el bienestar, ésta ha de formalizarse de un modo sostenible sin dilapidar el planeta por el camino, como ocurre en la actualidad. La clave está, pues, en saber conjugar la tecnología y el bienestar propios de nuestra civilización con la sostenibilidad medioambiental, asegurando así la perduración de la civiliación tecnológica en el tiempo. Y como decíamos, determinar cuánta gente puede vivir en nuestro planeta y establecer políticas restrictivas a este respecto son aspectos prioritarios y fundamentales. Pero ¿cómo y en qué medida una democracia puede subyugar la libertad individual de las personas restringiendo el número de hijos, o estableciendo por ley incluso si pueden o no tenerlos? A mi juicio, esto es imposible sin romper las normas básicas establecidas.

En conclusión, la ecocracia entendida de un modo democrático no es más que una utopía irrealizable como tantas otras. Una verdadera ecocracia, o gobierno de la prioridad ecológica (sin renunciar a los avances tecnológicos) nunca puede ser estrictamente democrática. O bien tiene aires marcadamente autoritarios, o bien directamente es un sistema de gobierno ecologista totalitario, sin más. Aunque particularmente pienso que nada de esto es factible (de hecho, no creo que la humanidad tenga remedio alguno), a mi juicio, ello no es intrínsecamente indeseable, puesto que en su envite va nuestra hipotética supervivencia. Dicho lo cual, el juicio moral de la conveniencia o no de dicha alternativa subyace en la conciencia de cada cual, y en lo que se esté dispuesto a ceder y a tolerar.