jueves, 16 de marzo de 2017

Sobre la necesidad de una Filosofía del Colapso.


En su libro En defensa de la Ilustración (Alba, 2017), Immanuel Kant expone un ejemplo que a muchos nos parece una aberración. Dice Kant que si un asesino llamara a la puerta preguntando por un amigo al que escondemos en casa, nuestra obligación moral sería decir la verdad y traicionar a nuestro amigo, puesto que el mandato contra la mentira (según Kant) es absoluto. Esta ética absurda es el resultado de la aplicación aséptica y estricta de su pomposo imperativo categórico, que en su Crítica de la razón práctica formula como: «Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación universal». Aunque parezca increíble, esta forma deontológica y no-consecuencialista de concebir la ética, tan alejada de la realidad, es la que se enseña actualmente en las facultades de filosofía occidentales. De hecho, gran parte de la temática en estas instituciones en una época como la actual, en donde tantos y tan graves problemas acucian a la sociedad y al futuro de nuestra civilización tecnológica, sigue orbitando en torno a la mera historia de la filosofía, y sobretodo, en torno a Kant y el kantismo. La locura kantiana es tan ridícula que incluso ha llegado a establecerse como asignatura troncal, en detrimento de muchas otras alternativas plausibles, la llamada Antropología Filosófica, una disciplina herencia del mismo Kant y cuya razón de ser radica exclusivamente (aparte de intentar justificarse circularmente sobre su propia existencia) en la pretenciosa función de responder a las supuestas grandes preguntas kantianas que dejó inconclusas el filósofo de Königsberg antes de morir: ¿qué debo hacer?, ¿qué puedo saber?, ¿qué me está permitido esperar?. El objeto de estudio corolario de estas cuestiones se resume en la magna pregunta: ¿qué es el hombre? A estas alturas, sin embargo, cualquiera con dos dedos de frente puede ver que estos problemas no son, ni por asomo, los más imperiosos en el mundo tecnológico moderno insostenible que nos ha tocado vivir y que requieren respuestas actuales y reflexiones apremiantes e imaginativas, lejos de historicismos trasnochados y filosofías caducas. En la contemporaneidad, el paradigma actualizado de esta tradición de pensamiento lo representa el filósofo alemán Hans Jonas, que a pesar de su formación kantiana, fue uno de los primeros en advertir la caducidad de la propuesta de su referente, no siendo capaz, empero, de superar el lastre de su grotesca deontología.

Hans Jonas es conocido por su imprescindible obra El principio de responsabilidad: ensayo de una ética para la civilización tecnológica (Herder, 1995). En él, Jonas, consciente de la peligrosa deriva de la humanidad en su uso irresponsable e insostenible de la tecnología, nos advierte del carácter modificado de la acción humana, que afecta ya a la totalidad del medio ambiente que le rodea. Dado este hecho sin precedentes en la historia de la humanidad, donde antaño el medio era un simple espectador inmune a las andanzas antrópicas, y su tecnología, carente todavía de la letalidad moderna, el filósofo de Mönchengladbach afirma en el prólogo lo que será una línea principal que impulsa su investigación: lo que él denominó la heurística del temor. Dicho concepto es el que debe servirnos de guía en el futuro obrar humano, puesto que para Jonas, es el peligro que preveemos, es la intuición de que el cariz de los acontecimientos va a acabar en desastre, lo que debe impulsarnos a actuar para proteger a las generaciones futuras. La vida del no-nacido es lo que está en juego. Y no sólo ella, sino también el concepto que poseemos de la humanidad como tal. En consecuencia, y como en Kant, la de Jonas es una ética anquilosada en un claro antopocentrismo, que se resume en el nuevo imperativo que nos propone: “obra de tal modo que no pongas en peligro las condiciones de continuidad indefinida de la humanidad en la Tierra”. La principal diferencia estriba en que si bien Kant aceptaba cierto papel del sentimiento limitado al respeto a la ley, el sentimiento por la idea del deber como condición para que la moralidad adquiera fuerza sobre nuestra voluntad, en Jonas este respeto se desplaza al propio ser. Para Jonas, la ley misma no puede ser objeto de respeto. Sólo el propio ser, en una manifestación particular, puede generar el respeto necesario para afectar a nuestro sentimiento y llevarnos a actuar moralmente. Ésta es sin embargo una condición necesaria, pero no suficiente. En su filosofía, es imprescindible un sentimiento de responsabilidad que vincule el sujeto al objeto para poder, en última instancia, llevarnos a actuar por su causa.

Llegados a este punto, cualquiera que haya entendido más o menos lo expuesto hasta el momento, y que no tenga el entendimiento embotado por prejuicios filosóficos habrá notado que, una vez más, este tipo de éticas deontológicas no son más que palabras que se las lleva el viento. Ni el respeto a la ley kantiano va a salvar a la humanidad ni al planeta, ni el sentimiento de responsabilidad de Jonas tiene nada que hacer al respecto. Éste último, en particular, porque confunde el orden de factores: no es el respeto al objeto y la visión de su dignidad lo que genera el sentimiento necesario para obrar moralmente, sino que es el sentimiento por el objeto lo que nos hará respetarlo y obrar por su causa (técnicamente, si no moralmente, obrar por sentimiento, por amor). En efecto, y aunque suene un poco cursi, es el sentimiento de amor hacia un objeto, en este caso los árboles, los animales, las plantas, las personas, y en definitiva, la naturaleza en su conjunto, lo único que, en la práctica, nos puede llevar a obrar de cara a mantener la biodiversidad de las formas de vida sobre la Tierra necesaria para asegurar el futuro del planeta. El propio Jonas fue consciente de que su propuesta quizá era quimérica. Yo añado que es una propuesta imposible, ya que supone una contradicción con la realidad cotidiana humana. Ningún imperativo caduco, sentimiento de responsabilidad, ni temores por la posible futura extinción de la vida humana en la Tierra van a hacer mover un dedo al ser humano, anclado egoístamente al presente (que ni siquiera mira por su propia salud individual cuando, por ejemplo, se cuentan por millones los fumadores y ve pudrirse su entorno sin inmutarse). Insisto, sólo el directo y fuerte sentimiento de amor a la naturaleza (y por extensión, de odio a quien la maltrata gratuita e impunemente) puede tener la fuerza necesaria para hacer posible (aunque altamente improbable) y compatible la vida humana y todo lo que ello conlleva, como su tecnología, con el respeto (por amor) a todas las demás formas de vida, y en consecuencia, sentar las bases de la perduración indefinida de todo el conjunto natural, al que indisolublemente pertenecemos, en el tiempo.

Al principio de esta entrada vimos cómo se había establecido la Antropología Filosófica en honor a Kant para tratar de responder a la pregunta por el ser del hombre. Hemos visto después en Hans Jonas que dicha pregunta por el ser ya está implícitamente resuelta, puesto que afirma que lo que está en juego no es sólo la supervivencia física del hombre, sino el concepto que de él poseemos de facto, de su esencia. Para resolver dicha contradicción, la respuesta final sólo puede venir de una Filosofía del Colapso. Una Filosofía en mayúsculas que estudie y ponga sobre la mesa los problemas medioambientales críticos a los que nos enfrentamos, el uso irracional de la tecnología a todas luces desbocada, que intente resolverlos tratando de compatibilizarla con el medio, y que promueva y aliente en el conjunto de la sociedad y especialmente en los niños el amor a la naturaleza. La futura evolución de los acontecimientos determinará la culminación o el fracaso de la empresa, y en su exitosa o dramática resolución se verá a su vez si existen las condiciones para la perduración de la vida en la Tierra, y en consecuencia, nos ofrecerá descarnada y crudamente, sin filtros, sin equívocos, y sin ideas preconcebidas, no eso que creemos ser, sino eso que en verdad somos, y que en nuestro orgullo de especie nunca hemos estado dispuestos a asumir ni a cuestionar.