En su libro
En defensa de la Ilustración (Alba, 2017), Immanuel Kant
expone un ejemplo que a muchos nos parece una aberración. Dice Kant
que si un asesino llamara a la puerta preguntando por un amigo al que
escondemos en casa, nuestra obligación moral sería decir la verdad
y traicionar a nuestro amigo, puesto que el mandato contra la mentira
(según Kant) es absoluto. Esta ética absurda es el resultado de la
aplicación aséptica y estricta de su pomposo imperativo
categórico, que en su Crítica de la razón práctica
formula como: «Obra de tal modo que la máxima de tu voluntad
siempre pueda valer al mismo tiempo como principio de una legislación
universal». Aunque parezca increíble, esta forma deontológica
y no-consecuencialista de concebir la ética, tan alejada de la
realidad, es la que se enseña actualmente en las facultades de
filosofía occidentales. De hecho, gran parte de la temática en
estas instituciones en una época como la actual, en donde tantos y
tan graves problemas acucian a la sociedad y al futuro de nuestra
civilización tecnológica, sigue orbitando en torno a la mera
historia de la filosofía, y sobretodo, en torno a Kant y el
kantismo. La locura kantiana es tan ridícula que incluso ha llegado
a establecerse como asignatura troncal, en detrimento de muchas otras
alternativas plausibles, la llamada Antropología Filosófica, una
disciplina herencia del mismo Kant y cuya razón de ser radica
exclusivamente (aparte de intentar justificarse circularmente sobre
su propia existencia) en la pretenciosa función de responder a las
supuestas grandes preguntas kantianas que dejó inconclusas el
filósofo de Königsberg antes de morir: ¿qué debo hacer?, ¿qué
puedo saber?, ¿qué me está permitido esperar?. El objeto de
estudio corolario de estas cuestiones se resume en la magna pregunta:
¿qué es el hombre? A estas alturas, sin embargo, cualquiera con dos
dedos de frente puede ver que estos problemas no son, ni por asomo,
los más imperiosos en el mundo tecnológico moderno insostenible que
nos ha tocado vivir y que requieren respuestas actuales y reflexiones
apremiantes e imaginativas, lejos de historicismos trasnochados y
filosofías caducas. En la contemporaneidad, el paradigma actualizado
de esta tradición de pensamiento lo representa el filósofo alemán
Hans Jonas, que a pesar de su formación kantiana, fue uno de los
primeros en advertir la caducidad de la propuesta de su referente, no
siendo capaz, empero, de superar el lastre de su grotesca
deontología.
Hans Jonas
es conocido por su imprescindible obra El principio de
responsabilidad: ensayo de una ética para la civilización
tecnológica (Herder, 1995). En él, Jonas, consciente de la
peligrosa deriva de la humanidad en su uso irresponsable e
insostenible de la tecnología, nos advierte del carácter modificado
de la acción humana, que afecta ya a la totalidad del medio ambiente
que le rodea. Dado este hecho sin precedentes en la historia de la
humanidad, donde antaño el medio era un simple espectador inmune a
las andanzas antrópicas, y su tecnología, carente todavía de la
letalidad moderna, el filósofo de Mönchengladbach afirma en el
prólogo lo que será una línea principal que impulsa su
investigación: lo que él denominó la heurística del temor.
Dicho concepto es el que debe servirnos de guía en el futuro obrar
humano, puesto que para Jonas, es el peligro que preveemos, es
la intuición de que el cariz de los acontecimientos va a acabar en
desastre, lo que debe impulsarnos a actuar para proteger a las
generaciones futuras. La vida del no-nacido es lo que está en juego.
Y no sólo ella, sino también el concepto que poseemos de la
humanidad como tal. En consecuencia, y como en Kant, la de Jonas es
una ética anquilosada en un claro antopocentrismo, que se resume en
el nuevo imperativo que nos propone: “obra de tal modo que no
pongas en peligro las condiciones de continuidad indefinida de la
humanidad en la Tierra”. La principal diferencia estriba en que
si bien Kant aceptaba cierto papel del sentimiento limitado al
respeto a la ley, el sentimiento por la idea del deber como condición
para que la moralidad adquiera fuerza sobre nuestra voluntad, en
Jonas este respeto se desplaza al propio ser. Para Jonas, la ley
misma no puede ser objeto de respeto. Sólo el propio ser, en una
manifestación particular, puede generar el respeto necesario para
afectar a nuestro sentimiento y llevarnos a actuar moralmente. Ésta
es sin embargo una condición necesaria, pero no suficiente. En
su filosofía, es imprescindible un sentimiento de responsabilidad que
vincule el sujeto al objeto para poder, en última instancia,
llevarnos a actuar por su causa.
Llegados a
este punto, cualquiera que haya entendido más o menos lo expuesto
hasta el momento, y que no tenga el entendimiento embotado por
prejuicios filosóficos habrá notado que, una vez más, este tipo de
éticas deontológicas no son más que palabras que se las lleva el
viento. Ni el respeto a la ley kantiano va a salvar a la humanidad ni
al planeta, ni el sentimiento de responsabilidad de Jonas tiene nada
que hacer al respecto. Éste último, en particular, porque confunde
el orden de factores: no es el respeto al objeto y la visión de su
dignidad lo que genera el sentimiento necesario para obrar
moralmente, sino que es el sentimiento por el objeto lo que nos hará
respetarlo y obrar por su causa (técnicamente, si no moralmente,
obrar por sentimiento, por amor). En efecto, y aunque suene un poco
cursi, es el sentimiento de amor hacia un objeto, en este caso los
árboles, los animales, las plantas, las personas, y en definitiva,
la naturaleza en su conjunto, lo único que, en la práctica, nos
puede llevar a obrar de cara a mantener la biodiversidad de las
formas de vida sobre la Tierra necesaria para asegurar el futuro del
planeta. El propio Jonas fue consciente de que su propuesta quizá
era quimérica. Yo añado que es una propuesta imposible, ya que
supone una contradicción con la realidad cotidiana humana. Ningún
imperativo caduco, sentimiento de responsabilidad, ni temores por la
posible futura extinción de la vida humana en la Tierra van a hacer
mover un dedo al ser humano, anclado egoístamente al presente (que
ni siquiera mira por su propia salud individual cuando, por ejemplo,
se cuentan por millones los fumadores y ve pudrirse su entorno sin inmutarse). Insisto, sólo el directo y
fuerte sentimiento de amor a la naturaleza (y por extensión, de odio
a quien la maltrata gratuita e impunemente) puede tener la fuerza
necesaria para hacer posible (aunque altamente improbable) y
compatible la vida humana y todo lo que ello conlleva, como su
tecnología, con el respeto (por amor) a todas las demás formas de
vida, y en consecuencia, sentar las bases de la perduración
indefinida de todo el conjunto natural, al que indisolublemente
pertenecemos, en el tiempo.
Al principio
de esta entrada vimos cómo se había establecido la Antropología
Filosófica en honor a Kant para tratar de responder a la pregunta
por el ser del hombre. Hemos visto después en Hans Jonas que dicha
pregunta por el ser ya está implícitamente resuelta, puesto que
afirma que lo que está en juego no es sólo la supervivencia física
del hombre, sino el concepto que de él poseemos de facto, de
su esencia. Para resolver dicha contradicción, la respuesta final
sólo puede venir de una Filosofía del Colapso. Una Filosofía en mayúsculas que
estudie y ponga sobre la mesa los problemas medioambientales críticos
a los que nos enfrentamos, el uso irracional de la
tecnología a todas luces desbocada, que intente resolverlos tratando de compatibilizarla con
el medio, y que promueva y aliente en el conjunto de la sociedad y
especialmente en los niños el amor a la naturaleza. La futura
evolución de los acontecimientos determinará la culminación o el
fracaso de la empresa, y en su exitosa o dramática resolución se
verá a su vez si existen las condiciones para la perduración de la
vida en la Tierra, y en consecuencia, nos ofrecerá descarnada y
crudamente, sin filtros, sin equívocos, y sin ideas preconcebidas, no
eso que creemos ser, sino eso que en verdad somos, y que en nuestro
orgullo de especie nunca hemos estado dispuestos a asumir ni a
cuestionar.
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