jueves, 18 de mayo de 2017

Los efectos de selección observacional y su poder de predicción.

Los seres humanos, como observadores que somos, estamos sometidos a varios tipos de sesgos. La historia de la filosofía, con Kant a la cabeza, ha hecho hincapié en el sesgo que producen nuestra propia facultad de conocer y nuestros sentidos, de modo que éstos influyen indefectiblemente en qué podemos conocer y en cómo lo hacemos. Sin embargo, y puesto que no podemos abstraernos al modo en que nuestra esencia aprehende un objeto determinado, podemos decir que estos sesgos son accesorios, ya que no varían el estatuto del objeto observado ni las conclusiones que obtenemos en los problemas y experimentos en los que están involucrados. En otras palabras, una manzana seguirá siendo una manzana a pesar de que quizá otro animal la capte con colores o sabores diferentes; y por mucho que experimentemos con ella, seguirá apareciendo ante nosotros como una manzana, modificada en su caso por el experimento controlado. Sin embargo, hay otro tipo de sesgo mucho más importante que, a pesar de estar presente en grandes descubrimientos, históricamente ha pasado desapercibido o no se le ha dado la trascendencia que merecía, puesto que puede llevar a conclusiones erróneas en los problemas en los que no se tiene en cuenta. Son los sesgos que se producen por la posición que ocupa el observador en el espacio y el tiempo, y no por su sola facultad de conocer.

Cuando el sol sale por el horizonte y parece moverse por los cielos, estamos siendo objeto de lo que podríamos denominar un efecto observacional. Nuestra posición como observadores nos engaña, haciéndonos creer que el Sol se mueve alrededor de la Tierra, cuando es justo lo contrario, como bien advirtió Copérnico. Dejarnos guiar, pues, directamente por lo observado, nos puede llevar a conclusiones erróneas si no tenemos en cuenta que podemos estar sometidos a un efecto observacional. Podemos ir, empero, un paso más allá, y advertir que hay otro tipo de efectos observacionales más complejos, los llamados efectos de selección observacional o efectos de selección antrópica. Son aquellos en los que el observador, por el hecho de serlo, “selecciona” de algún modo la posición que ocupa respecto a un conjunto de elementos superior, del cual forma parte. Es el caso que se produce, por ejemplo, con el planeta Tierra respecto al resto de planetas de nuestro sistema solar. A primera vista pudiera parecer que la posición de la Tierra es especial, puesto que está a la distancia idónea para que se produzca la vida en ella (y en este caso, observadores autoconscientes). Muchos podrían inducir de ello, incluso, que dicho orden ha sido “diseñado” por alguna entidad divina para que nosotros podamos vivir en el lugar privilegiado donde lo hacemos. Pero esta reflexión, tan habitual, por otra parte, es claramente un error, puesto que no tiene en cuenta que estamos sometidos a un efecto de selección observacional. Si lo admitimos, no debería sorprendernos el hecho de que, de entre todos los planetas de nuestro sistema solar, hayamos “escogido” por selección antrópica, por nuestra propia existencia, aquél que justamente permite la existencia de observadores. Si no fuera así ya no estaríamos aquí para constatarlo. No es difícil ver, pues, que la distancia idónea de un planeta respecto a su estrella para que nazcan observadores es una condición necesaria para que dicha circunstancia sea efectiva. Esta reflexión es conocida con el nombre de principio antrópico, y a pesar de algunos detractores que detallaremos en ulteriores entradas, cada día tiene más aceptación en la comunidad científica por su fuerte poder predictivo. Un ejemplo de ese poder epistémico lo tenemos en el astrónomo británico Fred Hoyle, que en 1954 señaló que el carbono debía tener cierto nivel energético (de entre muchos posibles) para que los elementos más pesados pudieran ser sintetizados en las estrellas (lo cual es indispensable para que haya vida en nuestro Universo). A pesar de la desconfianza inicial de su propuesta, y del escepticismo de los físicos teóricos, éstos hallaron dicho nivel justo donde Hoyle lo había anunciado. Con nuestra existencia, habíamos “seleccionado” dicho nivel energético. El principio antrópico, pues, puede aplicarse a todos aquellos procesos que implican cierto grado de selección y que permiten que la vida autoconsciente sea como es. No sólo a escala de nuestro sistema solar, sino también a escala galáctica, e incluso a escala universal: si nuestro Universo tiene las condiciones para albergar vida autoconsciente es porque nosotros estamos en él. Nadie puede nacer en un mundo que no permita la vida. El principio antrópico, y los efectos de selección observacional en general, adquieren plena legitimidad en el moderno marco de las teorías multiversales, en lo que se ha venido a llamar una selección antrópica de Universos.

El principio antrópico como efecto de selección observacional fue formalmente propuesto por primera vez por el físico Bradon Carter en los años setenta. En en una conferencia en la Royal Society de Londres en 1983, Carter expuso algunas otras extrañas coincidencias que parecían implicar a estos mismos efectos. La más llamativa por su catastrofismo fue la predicción de que nuestra civilización tiene los días contados, a partir de la posición que ocupamos en ella como observadores. La bautizó con el nombre de Doomsday Argument, o argumento del juicio final. Dada la capacidad demostrada de dichos efectos de selección para efectuar predicciones válidas, y las tremendas consecuencias que de dicha predicción apocalíptica se derivan, trataremos este tema con más detenimiento en la próxima entrada, bajo el título de: La autodestrucción en el inicio de las civilizaciones tecnológicas.

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