Los seres
humanos, como observadores que somos, estamos sometidos a varios
tipos de sesgos. La historia de la filosofía, con Kant a la cabeza,
ha hecho hincapié en el sesgo que producen nuestra propia facultad
de conocer y nuestros sentidos, de modo que éstos influyen
indefectiblemente en qué podemos conocer y en cómo lo hacemos. Sin
embargo, y puesto que no podemos abstraernos al modo en que nuestra
esencia aprehende un objeto determinado, podemos decir que estos
sesgos son accesorios, ya que no varían el estatuto del objeto
observado ni las conclusiones que obtenemos en los problemas y
experimentos en los que están involucrados. En otras palabras, una
manzana seguirá siendo una manzana a pesar de que quizá otro animal
la capte con colores o sabores diferentes; y por mucho que
experimentemos con ella, seguirá apareciendo ante nosotros como una
manzana, modificada en su caso por el experimento controlado. Sin
embargo, hay otro tipo de sesgo mucho más importante que, a pesar de
estar presente en grandes descubrimientos, históricamente ha pasado
desapercibido o no se le ha dado la trascendencia que merecía,
puesto que puede llevar a conclusiones erróneas en los problemas en
los que no se tiene en cuenta. Son los sesgos que se producen por la
posición que ocupa el observador en el espacio y el tiempo, y no por
su sola facultad de conocer.
Cuando el
sol sale por el horizonte y parece moverse por los cielos, estamos
siendo objeto de lo que podríamos denominar un efecto
observacional. Nuestra posición como observadores nos engaña,
haciéndonos creer que el Sol se mueve alrededor de la Tierra, cuando
es justo lo contrario, como bien advirtió Copérnico. Dejarnos
guiar, pues, directamente por lo observado, nos puede llevar a
conclusiones erróneas si no tenemos en cuenta que podemos estar
sometidos a un efecto observacional. Podemos ir, empero, un paso más
allá, y advertir que hay otro tipo de efectos observacionales más
complejos, los llamados efectos de selección observacional o efectos de selección antrópica.
Son aquellos en los que el observador, por el hecho de serlo,
“selecciona” de algún modo la posición que ocupa respecto a un
conjunto de elementos superior, del cual forma parte. Es el caso que
se produce, por ejemplo, con el planeta Tierra respecto al resto de
planetas de nuestro sistema solar. A primera vista pudiera parecer
que la posición de la Tierra es especial, puesto que está a la
distancia idónea para que se produzca la vida en ella (y en este
caso, observadores autoconscientes). Muchos podrían inducir de ello,
incluso, que dicho orden ha sido “diseñado” por alguna entidad
divina para que nosotros podamos vivir en el lugar privilegiado donde
lo hacemos. Pero esta reflexión, tan habitual, por otra parte, es
claramente un error, puesto que no tiene en cuenta que estamos
sometidos a un efecto de selección observacional. Si lo admitimos,
no debería sorprendernos el hecho de que, de entre todos los
planetas de nuestro sistema solar, hayamos “escogido” por
selección antrópica, por nuestra propia existencia, aquél que
justamente permite la existencia de observadores. Si no fuera así ya
no estaríamos aquí para constatarlo. No es difícil ver, pues, que
la distancia idónea de un planeta respecto a su estrella para que
nazcan observadores es una condición necesaria para que dicha
circunstancia sea efectiva. Esta reflexión es conocida con el nombre
de principio antrópico, y a pesar de algunos detractores que
detallaremos en ulteriores entradas, cada día tiene más aceptación
en la comunidad científica por su fuerte poder predictivo. Un
ejemplo de ese poder epistémico lo tenemos en el astrónomo
británico Fred Hoyle, que en 1954 señaló que el carbono debía
tener cierto nivel energético (de entre muchos posibles) para que
los elementos más pesados pudieran ser sintetizados en las estrellas
(lo cual es indispensable para que haya vida en nuestro Universo). A
pesar de la desconfianza inicial de su propuesta, y del escepticismo
de los físicos teóricos, éstos hallaron dicho nivel justo donde
Hoyle lo había anunciado. Con nuestra existencia, habíamos
“seleccionado” dicho nivel energético. El principio antrópico,
pues, puede aplicarse a todos aquellos procesos que implican cierto
grado de selección y que permiten que la vida autoconsciente sea
como es. No sólo a escala de nuestro sistema solar, sino también a
escala galáctica, e incluso a escala universal: si nuestro Universo
tiene las condiciones para albergar vida autoconsciente es porque
nosotros estamos en él. Nadie puede nacer en un mundo que no permita
la vida. El principio antrópico, y los efectos de selección
observacional en general, adquieren plena legitimidad en el moderno
marco de las teorías multiversales, en lo que se ha venido a llamar
una selección antrópica de Universos.
El principio
antrópico como efecto de selección observacional fue formalmente
propuesto por primera vez por el físico Bradon Carter en los años
setenta. En en una conferencia en la Royal Society de Londres en
1983, Carter expuso algunas otras extrañas coincidencias que
parecían implicar a estos mismos efectos. La más llamativa por su
catastrofismo fue la predicción de que nuestra civilización tiene
los días contados, a partir de la posición que ocupamos en ella
como observadores. La bautizó con el nombre de Doomsday Argument, o argumento del juicio final. Dada la capacidad demostrada de dichos efectos de
selección para efectuar predicciones válidas, y las tremendas
consecuencias que de dicha predicción apocalíptica se derivan,
trataremos este tema con más detenimiento en la próxima entrada, bajo
el título de: La autodestrucción en el inicio de las civilizaciones
tecnológicas.
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